lunes, 17 de marzo de 2014

No se dibujar.

Te veo ahí quieta, sin hacer nada. Sólo estás. 
Sonries como si fuese algo natural, como si la vida jamás te hubiera arañado, y haces que parezca sencillo.
Llevas auriculares, y ahora tengo la certeza de que escuchas canciones que alguien habría compuesto para alguien como tú. Letras que nacían del eco. Del eco de saberse aislado al mundo.
Llevas unos pantalones negros, y las piernas apoyadas en el asiento de delante, estiradas en un amananecer de noche cerrada. Una pequeña mochila sobre la que tamborilean unas uñas pintadas del mismo bermellón que tus labios. Y el pelirrojo de tus rizos que descansan despeinados a medio camino de un moño.
Me he pasado la parada, y no voy a decir que ha sido sin querer ni un despiste. No se si hay más gente en el metro y no importa ni (me) importa. Pero me parece un descaro que sigan con su vida en el momento en que tu iluminas todo el vagón.
Y cuando te bajes, y ya no te tenga delante habré perdido. Por no hablarte, por no preguntarte si querías ser la mujer de mi vida. Me sentiré perdiendo y perdida. Y yo que en realidad estoy haciendo esto porque no se dibujar, seguiré una parada más para disfrutar de la resaca.
Sandra

domingo, 12 de enero de 2014

El reino de la sombras.


Ayer viajé al reino de las sombras. Es una región inconcebiblemente extraña, despojada de sonidos y colores. Todo, la tierra, los árboles, las personas, el aire, el agua, está pintado en grisalla. Se ven ojos grises en rostros grises. Un sol plomizo brilla en un cielo gris, y las hojas de los árboles son de un gris ceniciento. La vida se reduce allí a una sombra, y el movimiento, a un fantasma silencioso. 
Todo es pura vida, urgencia, movimiento. Todo se mueve y luego se desvanece.
Pero esta actividad se pierde en un silencio extraño; no se oye ni el fragor de las calles, ni el eco de los pasos, ni el de las conversaciones. Nada, ni una sola nota de la complicada sinfonía que acompaña los movimientos humanos. En silencio, el viento agita el follaje color ceniza. En silencio, seres grises se deslizan por el suelo gris, condenados al mutismo eterno, privados por un castigo cruel de los colores de la vida. Sus gestos llenos de energía son vivos, hasta el punto de que resulta difícil seguirlos, pero la vida ha abandonado sus sonrisas, y su risa es muda, a pesar de la hilaridad que contrae sus rostros grisáceos. La vida surge ante nuestros ojos, apagada, sin voz, sombría y lamentable, con sus múltiples colores desteñidos. 
Es un espectáculo terrible. Y, sin embargo, no es un teatro de sombras. Uno piensa en esas ciudades que un fantasma, una maldición, un espíritu maligno, han sumido en un sueño eterno. Parece que Merlín el Encantador nos enseña una de sus malas pasadas: ha hechizado una calle, reduciendo sus edificios imponentes, desde el techo a los cimientos, a un tamaño insignificante, empequeñeciendo proporcionalmente a las personas y privándolas de la palabra, y ha difuminado los colores del cielo y de la tierra hasta fundirlos en una grisalla uniforme. Después, ha cogido su creación grotesca y la ha plantado en una sala de restaurante con las luces apagadas. Hay unos chasquidos, y todo desaparece de pronto. 
Surge un tren que, como una flecha, se lanza directamente sobre el espectador. ¡Cuidado! Abalanzándose en la oscuridad, se dispone a transformarle a uno en un saco de piel mutilada, lleno de picadillo humano y huesos rotos, y teme uno que destruya esta sala, esta  casa donde abundan el vicio, las mujeres y la música, donde el vino corre a raudales, y no deje tras de sí más que ruinas y polvo. Pero, en realidad, no es más que un tren fantasma.

Estoy a punto de verme tratado de loco o de simbolista, y me veo obligado a explicarme. Esto ocurrió en el café Aumont, donde mostraban el cinematógrafo, las imágenes animadas de los hermanos Lumiére. 
Máximo Gorki.